Por: Carla Huidobro

 

Hoy en una clase de palabras,

de voces, de ecos, de murmullos,

una clase de silencios y rabias contenidas,

una donde el lenguaje es un puñal,

donde el discurso también sabe morder.

 

Hablábamos de violencia,

de la que se enrosca en las palabras como culebra muda,

de la que no grita pero está,

de la que se instala en la mesa del desayuno,

en el pasillo del banco,

en la forma en que alguien pregunta sin preguntar

y ordena sin mover un solo músculo.

 

Pero los vi.

Vi a mis alumnos con los ojos llenos de hambre,

con la sed del que no se conforma,

con el hambre del que todavía cree,

del que aún no ha aprendido a hacer cuentas

y medir la vida con la cinta métrica del pragmatismo.

Y entonces sentí orgullo.

De ellos, de su rabia limpia,

de su no me parece,

de su ¿por qué?,

de su negación rotunda a ser piezas de ajedrez

en un tablero que alguien más acomodó antes de que nacieran.

 

Y me enseñaron.

Porque el maestro nunca deja de aprender,

porque uno se olvida,

porque la vida a veces te limpiecita demasiado,

te pule, te soba los bordes,

te convierte en una pieza más o menos útil,

con una función específica,

con un color exacto.

Porque la vida se sienta en tu regazo

y te dice: aprende a ser cuerdo,

aprende a caminar sin hacer ruido,

a ponerte zapatos adecuados,

a usar palabras precisas,

a no perder el tiempo.

 

Pero ellos me recordaron.

Me recordaron los converse rojos,

las medias de colores,

los libros maltratados en la mochila,

las ganas de comerse el mundo sin pensar en la cuenta,

el idealismo descarado,

el que no negocia,

el que no calcula,

el que no ahorra palabras para después.

 

Y entonces sonreí.

Porque aún me quedan pedazos de esa niña

que no sabía de relojes caros ni perfumes discretos,

que pintaba soles en las esquinas de la hoja

solo porque le daba la gana.

 

Y entonces no solo sonreí.

 

Respiré hondo,

sentí la tierra firme bajo mis pies,

y supe que aún valía la pena seguir ardiendo.

 

Supe que no todo estaba perdido,

que hay cosas que el tiempo no puede borrar,

que hay preguntas que siguen siendo necesarias

y llamas que ni la rutina ni el cansancio logran apagar.

 

Supe que el mundo sigue necesitando

esas voces que no se pliegan,

esas manos que no tiemblan,

esas miradas que no se bajan ante la comodidad de la resignación.

 

Supe que el idealismo no es un capricho,

que la rabia limpia es un acto de amor,

que la terquedad es, a veces,

el único escudo contra la muerte en vida.

Anterior
Anterior

Hermano

Siguiente
Siguiente

Ella junta cosas como quien junta ausencias