Por: Carla Huidobro

No hay puñal más afilado que el rencor,
ni cárcel más oscura que la culpa.
Uno va por la vida con los bolsillos llenos de piedras,
con el pecho abriéndose como un río seco,
con la piel marcada por todas las manos
que la tocaron sin amor.

Hermano, escúchame.
Uno no puede vivir esperando justicia
como quien espera el amanecer
en una habitación sin ventanas.
Uno no puede hacer del dolor una bandera
ni del pasado un altar.

Míralos bien,
a los que te hirieron,
míralos con la luz de quien ya entendió.
Pobres de ellos,
pobres de los que no saben amar
y se defienden con espinas,
pobres de los que nunca se han mirado en un espejo
sin sentir miedo.

No les guardes odio,
ni les guardes nada.
Déjalos ir como el viento deja caer las hojas,
como la tierra deja ir la lluvia.

Mira tus manos.
Toca tu pecho.
Estás vivo.
Eres tuyo.
Y la única justicia que importa
es la paz que decidas darte.

Así que suéltalo.
Suelta el peso de lo que fue,
de lo que no dijeron,
de lo que no hicieron.
Suelta la noche donde te rompiste,
suelta el eco de la última palabra que te dolió.

No eres lo que te hicieron.
Eres lo que haces con ello.

Mírate bien, hermano.
No hay ruinas en ti,
hay tierra fértil.
No hay heridas,
hay puertas abiertas.
No hay pérdidas,
hay espacio para lo que viene.

Así que anda,
sacúdete la tristeza como el árbol sacude el invierno.
Sal al mundo con el pecho limpio,
con la piel lista para la caricia,
con el alma encendida

Y si algún día te vuelven a herir,
si te miran con la daga en los ojos,
respira.
Míralos con ternura.
Pobres,
tan vacíos,
tan perdidos.
Necesitan de un beso

Tu sigue caminando.

Anterior
Anterior

​Breve manual para preguntar en vano

Siguiente
Siguiente

XI