Sobre los nombres
Por Carla Huidobro:
Me llamaron Carla.
Con C.
Una C como un suspiro contenido,
como una puerta que se cierra despacio
para no hacer ruido.
Carla.
Y yo me quedé quieta,
como si el nombre me sirviera,
como si pudiera habitarlo sin romperme.
Pero nunca fui esa palabra.
Nunca supe qué se supone que es una Carla.
¿Una mujer recta? ¿Una voz suave?
¿Una letra bien escrita en un acta de nacimiento?
Yo no era eso.
Era una criatura sin forma,
un eco,
un temblor.
Y no cabía.
Desde niña fui muchas:
Charlie cuando jugaba a ser valiente,
Charlene cuando quería desaparecer,
Coraline cuando necesitaba inventarme otra madre.
Y a veces,
solo a veces,
me llamaba con la voz rota,
en silencio,
como quien se busca sin saber si existe.
No es que desprecie el nombre.
Carla es lindo,
es serio,
tiene elegancia.
Pero no me toca el alma.
No me tiembla en el pecho.
No me nombra.
Porque yo no soy una palabra.
Soy la sensación antes del llanto,
el recuerdo que duele sin saber por qué,
la ternura que nadie espera,
el cansancio de tener que explicarme
cada vez que me llaman por un nombre
que no me pertenece.
Podría llamarme Alicia,
si el mundo fuera un sueño raro.
Podría ser Ofelia,
si me ahogara en mi propia belleza.
Podría ser ninguna.
Podría ser todas.
Podría ser una ausencia con forma de cuerpo.
Y entonces recuerdo al gato en Coraline,
ese que dice:
los gatos no tenemos nombre
porque sabemos quiénes somos.
Y ahí está.
Esa es mi verdad.
Yo sé quién soy
cuando no me pronuncian,
cuando no me encasillan,
cuando simplemente existo,
incompleta, contradictoria,
pero cierta.
No quiero un nombre.
Quiero el derecho a ser sin ser definida.
Quiero que me amen sin saber cómo llamarme.
Quiero que me vean sin leer mi etiqueta.
No soy Carla.
Soy todo lo que no se puede decir
sin que algo dentro se rompa,
sin que algo afuera
finalmente
nazca.