Por: Carla Huidobro

A veces me siento como un eco que nunca encontró su voz,

como un reflejo en el agua que se distorsiona con el viento.

Intento definirme, pero mi sombra se alarga,

se curva, se pliega en formas que no reconozco.

Me busco en los espejos, en los nombres, en las palabras,

pero todo cambia, todo se escurre, todo se va.

 

Me aterra la idea de existir sin dejar huella,

de ser solo un susurro en un mundo que grita.

Caminar, hablar, respirar…

y que nada importe.

Me pregunto si un día me disolveré en la rutina,

si la vida seguirá su marcha

sin notar que un día fui fuego

y al siguiente solo ceniza.

 

No quiero ser la nota muda en la melodía del tiempo,

pero también temo el ruido de mi propia voz.

No quiero ser invisible,

pero el peso de ser vista me rompe los huesos.

Me aferro a la independencia con manos temblorosas,

como si el mundo no pudiera tocarme

si me mantengo al margen.

Pero el margen también duele,

el margen también es un abismo.

 

Analizo demasiado,

pienso demasiado,

dudo demasiado.

Me exijo hasta romperme,

como si la perfección pudiera salvarme de mí misma.

Pero, ¿qué soy, si no una suma de intentos,

una constelación de fallas,

una cicatriz abierta en busca de significado?

 

No quiero la estabilidad vacía,

no quiero la monotonía de los días iguales,

pero el caos me deja exhausta,

el desorden me devora.

Me debato entre el fuego y la calma,

entre la necesidad de arder

y el miedo de consumirme por completo.

 

Me pregunto si algún día dejaré de buscar respuestas,

si podré simplemente existir,

sin miedo, sin dudas,

sin sentir que cada paso

es una pregunta sin respuesta.

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Te amé como se ama lo prohibido, con el hambre de quien conoce la sed y la urgencia de quien ya no teme arder.