¿Y si enseñar también rompiera por dentro?
Basado en: Sosa Sánchez, K. P., Magaña Medina, D. E., & Aguilar Morales, N. (2024). El trabajo emocional en profesionales de la educación: Una revisión exploratoria de literatura. Revista de Investigación Educativa de la Rediech, 15(2), 1–23.
Por : Carla Huidobro
Una maestra respira hondo frente a su grupo. Son las 7:00 de la mañana y aún no amanece del todo.
Tiene que sonreír.
Tiene que tranquilizar.
Tiene que fingir que no pasó nada anoche.
Pero sí pasó.
Y aun así, da la clase.
Hay profesoras que llegan al aula cargando una ansiedad muda.
Maestros que esconden su enojo detrás de una explicación matemática.
Educadoras que reprimen el llanto para no romper el silencio justo antes del himno.
Y esa operación cotidiana —normalizada, exigida, silenciada— tiene un nombre que casi nadie dice en voz alta: trabajo emocional docente.
Ese fue el centro de una investigación reciente y rigurosa, publicada en la Revista de Investigación Educativa de la Rediech bajo el título "El trabajo emocional en profesionales de la educación: una revisión exploratoria de literatura".
Liderada por Kathia Pamela Sosa Sánchez, Deneb Elí Magañana Medina y Norma Aguilar Morales, investigadoras de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, esta revisión sistematiza 58 estudios empíricos publicados entre 2019 y 2024, todos centrados en profesionales de la educación.
No fue una recopilación casual.
Siguieron el protocolo PRISMA-ScR, aplicaron el marco metodológico PECOS y revisaron literatura científica de bases como Scopus y Web of Science.
Lo que hallaron no es solo un fenómeno anecdótico: es una estructura emocional global que está afectando, silenciosamente, el cuerpo y la mente de quienes enseñan.
El trabajo emocional —conceptualizado por Hochschild en 1983— se refiere a la gestión deliberada de las emociones como parte de las exigencias del rol profesional.
En el contexto educativo, esto puede tomar tres formas:
actuación superficial (fingir sin sentir),
actuación profunda (intentar sentir lo que se debe mostrar)
y expresión genuina (mostrar lo que realmente se siente).
La mayoría de los estudios revisados señalan que la actuación superficial —obligatoria en muchos entornos escolares— se vincula con burnout, ansiedad y agotamiento emocional.
En cambio, cuando se permite actuar desde lo profundo o lo genuino, surgen beneficios psicológicos: mayor compromiso, sentido de identidad profesional y bienestar.
El problema es que la mayoría de los sistemas educativos no lo reconocen.
Se exige contención emocional como si fuera parte natural del trabajo, pero no se nombra, no se mide, no se cuida.
Además, las autoras identifican que el 52% de los estudios provienen de China, con un fuerte sesgo hacia docentes de secundaria, y con predominancia de metodologías cuantitativas de corte transversal.
¿La consecuencia? Un mapa incompleto, con muy poca presencia de América Latina, y un campo de investigación que sigue sin representar la complejidad real del fenómeno.
La propuesta del artículo es clara:
fomentar estudios cualitativos, ampliar el foco a figuras como directivos, orientadores o personal de apoyo, y sobre todo, construir políticas educativas que reconozcan el trabajo emocional como una dimensión central del ejercicio docente.
Este tipo de evidencia no debe quedarse entre especialistas.
Tiene que llegar a las comunidades escolares, a quienes diseñan programas de formación, a quienes evalúan y a quienes gobiernan.
Porque cada sonrisa forzada, cada emoción tragada, cada crisis contenida en medio de una clase… también es trabajo.
Y todo trabajo, si se ignora, desgasta.
Tal vez no podamos evitar que enseñar implique emoción.
Pero sí podemos dejar de fingir que no duele.