Escuelas resilientes: cuando educar es también sostener la vida

Por : Carla Huidobro


En un contexto donde el desgaste emocional ya no es una excepción, sino la atmósfera misma que respiramos, hablar de resiliencia en las aulas no puede seguir siendo una consigna estética ni un recurso de autoayuda institucional. Es, más bien, una urgencia estructural. Por eso, cuando la Dra. Silvia Ávila abrió su cátedra para alojar una sesión especial sobre este tema, el aula se transformó. Dejó de ser únicamente un espacio de instrucción para convertirse en laboratorio de lo posible.

Ahí, el Dr. Luis Humberto Garza Vázquez no vino a repetir el discurso desgastado del docente resiliente que “sabe adaptarse”. Vino a desmantelarlo. Y a ofrecer, en su lugar, un marco teórico y metodológico que restituye a la resiliencia su carácter colectivo, organizativo y político.

Su propuesta no romantiza el sufrimiento ni glorifica el aguante: lo interviene. Lo contextualiza. Lo vuelve legible desde una mirada interdisciplinaria que articula psicología social, educación crítica, medicina comunitaria, trabajo social y terapia familiar. No se trata de hacerle frente al dolor con voluntad, sino de construir las condiciones para que el dolor no arrase con todo.

Una escuela resiliente no es la que enseña a sobrevivir. Es la que se compromete activamente a evitar que sus estudiantes tengan que hacerlo solos.

El modelo que compartió el Dr. Garza Vázquez desmonta la idea de la resiliencia como rasgo individual. Y en su lugar propone una pedagogía del cuidado mutuo: una arquitectura simbólica y operativa que pone a circular el conocimiento como forma de sostén. Sostén real. No en abstracto. No como deseo. Sino como tecnología afectiva y comunitaria, diseñada para amortiguar el daño estructural que cotidianamente amenaza con desbordarlo todo.

Durante la sesión, lo que se vivió no fue una clase: fue una escena de restitución epistémica. Las preguntas del alumnado no buscaban respuestas inmediatas, sino maneras de pensarse dentro de esa red. De entenderse como parte activa —y no pasiva— de la construcción de una escuela que no anestesia, no impone, no expulsa. Una escuela que aloja.

Y ese es el valor de este encuentro: que en una universidad pública del noreste mexicano, una cátedra se convirtió en ensayo de futuro. Un ensayo imperfecto, sí. Pero profundamente esperanzador. Porque no pretendió ocultar el dolor. Pero tampoco se sometió a él.

Porque la resiliencia no se decreta.
Se diseña. Se afina. Se activa todos los días cuando alguien —cualquiera— decide que estar en la escuela también puede ser un acto de cuidado.
Un acto de resistencia afectiva.
Un acto político.


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