Por: Carla Huidobro

     Hay brazos que son casa, que te sostienen sin pedirte nada, sin preguntarte quién eres ni qué traes encima. Brazos que te envuelven como si el mundo no existiera, como si el frío y la muerte y la tristeza fueran cosas que le pasan a otros, nunca a ti. Y ahí, en ese espacio tibio, donde todo cabe, donde nada falta, te crees a salvo.

     Pero un día, sin previo aviso, te sueltan. Y no porque dejen de amarte, sino porque hay un amor que no retiene, un amor que no necesita poseer. Y entonces te quedas ahí, con las manos vacías, con los ojos preguntando por qué, con la garganta apretada de palabras que no sirven para nada.

     Te alejas con los pasos torpes de quien no sabe andar solo. A veces volteas, a veces quisieras correr de vuelta, a veces maldices ese amor que no supo aferrarse, que no peleó por quedarse.

     Pero luego entiendes. Entiendes que quedarse hubiera sido fácil, cómodo, seguro, pero no justo. Que ese amor también es tuyo, aunque ya no lo toques, aunque ahora solo lo cargues como un recuerdo que arde.

     Y al final, cuando ya no duele tanto, cuando ya no quema tanto, dices gracias. No en voz alta, no con alegría, pero sí con la certeza de que algunos amores no son para siempre, pero sí para algo.

Que hay brazos que sueltan no porque dejen de amar, sino porque aman demasiado.

Anterior
Anterior

El peso de no ser cruel

Siguiente
Siguiente

El camino a través del caos