Por: Carla Huidobro

     Sanar, amar, encontrar paz. Qué bonitas suenan esas palabras, ¿no? Como si fueran estampitas religiosas, como si bastara con repetirlas tres veces para que se hiciera el milagro. Pero no. Sanar es un desmadre. Amar es un chiste cruel. Y la paz, la famosa paz, es un invento de los cansados para seguir respirando un día más.

     Sanar, dicen. ¿Pero qué es sanar? ¿Dejar de doler? No jodan. Sanar es sacarse los clavos con los dientes, es abrirse la piel con las uñas y meter la mano hasta el fondo para sacar el veneno. Sanar es un proceso sucio, violento, necesario. Te obliga a mirarte al espejo cuando llevas años evitándolo. A contar las costillas rotas, a aprender los nombres de tus muertos. Nadie sana sin morirse un poquito en el intento.

     Y amar… Ay, amar. Amar es otra trampa. Es creer que el otro va a salvarte cuando apenas y puede salvarse a sí mismo. Amar es poner el cuello en la boca del lobo y rezar porque no tenga hambre. Amar es bonito, sí, cuando empieza. Pero después vienen los silencios, las dudas, el miedo. Y ahí sigues tú, terco, esperando que no te devoren. O peor: esperando que sí, que te devoren de una vez y acabe el suspenso.

     Y luego está la paz. La gran paz. La buscan como quien busca dinero, amor o la clave del WiFi. Pero la paz no está en la meditación ni en los atardeceres bonitos ni en las frases de autoayuda. La paz, si es que existe, es un estado de resignación bien logrado. Es decir: «Sí, el mundo es un caos, mi vida es un desastre, todo se va al carajo… pero aquí estoy, respirando, con un café en la mano, sin ganas de matar a nadie. Y con eso basta.» 

     Sanar, amar, encontrar paz. ¿Quieres la verdad? Nadie sale ileso. Nadie. Pero un día, después de tanto joderte, te das cuenta de que el dolor se volvió parte de ti, como una cicatriz que ya ni sientes. Y entonces sigues adelante. No porque encontraste el sentido de la vida, sino porque ya te cansaste de buscarlo. Y con eso, a veces, es suficiente.

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