El peso de no ser cruel
Por: Carla Huidobro
El mundo es un perro flaco que muerde por miedo. Una ciudad llena de bocas que escupen prisa y desdén. Un montón de manos que aprietan fuerte porque tienen miedo de soltar.
Y tú, en medio de todo eso, sosteniendo la pregunta entre los dientes: ¿y si no muerdo?, ¿y si no aprieto?, ¿y si no escupo nada?
Ser cruel es fácil. Es lo primero que aprendes. Es un reflejo, como cerrar los ojos cuando algo viene directo a la cara. Es una piedra en la boca, una piedra que no quieres pero que tampoco escupes, porque todos caminan con una y parece que así se hace.
Pero un día te preguntas si vale la pena. Si vale la pena morder cuando te muerden, gritar cuando te gritan, endurecerte hasta que ya ni te reconoces. Y entonces decides no hacerlo. No devolver el golpe. No dejar que te crezca la costra en el alma.
No ser cruel es un trabajo silencioso. Un trabajo de todos los días. Es tragarse las espinas sin lanzarlas de vuelta, es sostener las palabras cuando se llenan de veneno. Es elegir, con los huesos cansados, que prefieres que te llamen tonto a convertirte en piedra.
Y entonces pasa algo. Un día cualquiera, el mundo vuelve a hacer lo suyo. Te empuja, te muerde, te llena la boca de polvo.
Pero tú te descubres más ligero. No llevas la rabia atorada en la garganta, no llevas el rencor colgado del cuello. Porque aprendiste que no ser cruel no es un regalo para el otro, sino para ti.
El mundo puede hacer lo que quiera. Que grite, que hiera, que se revuelque en su furia. Tú, mientras tanto, sigues caminando sin piedras en los bolsillos.