Por: Carla Huidobro

Me da hueva la gente que se escucha como si hablara en misa,
con la solemnidad pegada a los dientes,
con el aliento lleno de sí mismos,
como si uno estuviera aquí para rendirle culto a su eco.

Me da hueva la gente que no conversa
—predica—
y te lanza palabras como si fueran clavos,
como si uno tuviera la obligación de sangrar por ellos.

Me da hueva esa manía de decirte
quién eres,
qué fuiste,
en qué te convertiste,
cuando ni siquiera han pisado tus zapatos,
cuando no saben que tus pasos vienen de un camino
que ellos no sabrían ni deletrear.

Me da hueva esa gente que te mira como si te mirara,
pero no te ve.
Te reflejan,
se reflejan,
te usan de espejo para seguir amándose en su propio reflejo,
y te dicen:
“Te pareces a mí, has cambiado,
ya eres como yo.”

¡No!
No he cambiado.
Tú nunca me conociste.

Solo traes una bolsa de estampitas con tu cara
y te la pasas pegándolas por todos lados:
a mi risa, a mis palabras, a mis ausencias.

Vas por la vida nombrando lo que no entiendes,
como si ponerle tu nombre a las cosas
fuera entenderlas.

Yo no soy tu metáfora.
No soy tu anécdota.
No soy tu extensión.

Yo estoy aquí.
Y tú no me ves.

Porque estás ocupado hablando.
Hablándote.
Haciéndote el amor frente al espejo de mis ojos.

Y yo…
yo solo quería conversar.

Anterior
Anterior

Dormir es una decisión política

Siguiente
Siguiente

La jauría