La jauría
Por: Carla Huidobro
A la mujer la examinan como si su rostro fuera propiedad pública. No puede existir sin ser medida, comparada, criticada. La diseccionan con la mirada de quien evalúa un objeto en vitrina, como si su piel, sus gestos, su edad, fueran territorio de dominio ajeno. Su belleza, le dicen, no es suya, es un deber. Pero no cualquier belleza, sino la que conviene, la que no incomoda, la que no delata ni el paso del tiempo ni la mano del bisturí.
Si se deja la cara limpia, si permite que el tiempo acomode en su piel sus líneas y sus marcas, la miran con asco disfrazado de consejo: “Se descuidó”, “Se ve vieja”, “Debería arreglarse”. La belleza sin artificios no es belleza, dicen los jueces, sino abandono. ¿Cómo se atreve a no seguir la norma? ¿Cómo osa presentarse sin pedir permiso?
Pero si se afila los pómulos con maquillaje, si estira la piel con hilos invisibles, si borra las huellas del tiempo con agujas y sombras, la condenan por lo contrario. “Se arruinó”, “Se ve falsa”, “Se hizo demasiadas cosas”. La mujer tiene que resistirse al tiempo sin que se note. Maquillarse sin parecer maquillada. Operarse sin parecer operada. Envejecer sin parecer vieja.
Es un laberinto sin salida, una trampa que la encierra desde el día en que nace. La quieren detenida en el tiempo, atrapada en un punto medio imposible entre la juventud y la madurez, entre lo natural y lo esculpido. La quieren accesible, pero no demasiado. Deseable, pero sin provocar. Perfecta, pero sin esfuerzo. Y cuando no lo logra—porque es imposible—, la despedazan con la precisión cruel de quien encuentra fallas ajenas para no mirar las propias.
No puede ganar. Nunca. Ni con maquillaje ni sin él. Ni joven ni vieja. Ni con el rostro limpio ni con el rostro esculpido. No importa lo que haga, siempre habrá un dedo apuntándola, un murmullo detrás, una crítica disfrazada de consejo.
Si no se pinta, si deja que el tiempo le pase por la piel como el viento sobre la piedra, la llaman descuidada. “Qué valiente”, dicen con condescendencia, como si la simple osadía de existir sin retoques fuera un acto de resistencia. “Se ve mayor”, susurran, como si el pecado más grande de una mujer fuera la traición de envejecer.
Si se maquilla, si se estira la piel, si se rellena los huecos que la vida le dejó en la cara, entonces la insultan por lo contrario. “Se arruinó”, “Se ve falsa”, “Se pasó de cirugías”. Si intenta detener el tiempo, la llaman desesperada; si lo deja pasar, la llaman dejada.
Y mientras tanto, la jauría sigue ladrando. Porque esa es su función: ladrar. Vigilar, criticar, opinar sobre lo que no le incumbe. Hacer ruido.
Pero un día, la mujer se cansa. Deja de mirar hacia afuera. Deja de pedir permiso. Deja de ajustar su piel y su edad a los deseos de otros. Se queda con su cara, con sus arrugas o sus rellenos, con su maquillaje o su piel desnuda. Se mira al espejo, sola, en silencio. Y sonríe. Porque por fin, después de tanto ruido, ha recuperado su rostro.