Por: Carla Huidobro

     Dicen que me he ido, que no estoy, que desaparezco. Dicen que no respondo, que ignoro los mensajes, que me pierdo en algún lugar inaccesible donde el teléfono no suena y las notificaciones se disuelven como el polvo en el viento.

Me lo dijo alguien el otro día, con una especie de reproche: “A diferencia de ti, a mí sí me importan las personas”.

     Y me pareció curioso, porque yo estoy aquí, presente en cada momento, con las manos libres y la cabeza limpia. No llevo el celular pegado a la piel ni el corazón a merced de un sonido vibrante. No he aprendido a medir la vida en mensajes contestados, en llamadas atendidas, en un «en línea» permanente que sirva como prueba de existencia. Y sin embargo, soy yo la desconectada.

     Miro a mi alrededor y los veo a todos juntos, pero solos. Se sientan en la misma mesa, pero hablan con pantallas. Se miran de reojo, sin verse. Hablan en textos breves, en respuestas rápidas, en una inmediatez que no deja espacio al silencio. Lo han convertido en un hábito: convivir a través de dispositivos, llenar los vacíos con un mensaje, existir en pequeñas burbujas digitales donde nadie está completamente presente. Y sin embargo, soy yo la desconectada.

     Pero aquí estoy. Mirando el día como se mira a un viejo amigo. Escuchando las voces sin interferencias, tocando el tiempo sin la ansiedad de la inmediatez. No he aprendido a habitar el mundo a través de una pantalla. No quiero hacerlo. Y si eso es desconectarme, entonces que me borren del sistema.

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