El valor de estar aterrorizada
Por: Carla Huidobro
Hay un instante, breve pero infinito, en el que el miedo se te instala en los ojos y te devuelve la mirada. Es un segundo que dura una vida, un latido que parece el último. La garganta se cierra, las piernas tiemblan, el corazón se desboca como un animal que quiere huir de su propio cuerpo. Y ahí estás tú, en la orilla del abismo, sintiendo el peso de todo lo que no eres capaz de hacer.
El mundo te dice que corras. Que mires hacia otro lado, que finjas que no pasa nada, que cierres los ojos y sigas como si dentro de ti no estuviera lloviendo. Pero hay un momento—uno solo—en el que decides quedarte. Y entonces, el miedo se hace más real que nunca. Porque nadie te dice que ser valiente, antes que nada, te encoge. Te hace pequeña, mínima, un puñado de dudas y vértigo. Te tira al suelo y te deja ahí, con los nudillos contra la tierra, preguntándote si es más fácil quedarse en la derrota o intentar levantarse.
Ser valiente no es un acto glorioso. No es un estandarte ni un himno ni una estatua en la plaza del pueblo. Ser valiente es un temblor en las rodillas, un nudo en el estómago, un miedo que aprieta los dientes y sigue adelante. Es llorar y no detenerse. Es saber que todo dentro de ti grita que no puedes, pero igual poner un pie delante del otro.
El miedo es una sombra. Grande, negra, descomunal. Te dice que te aplastará, que no hay salida, que mejor te quedas quieto. Pero basta moverse un poco, respirar, dar un paso, y la sombra se contrae. Porque el miedo se alimenta del silencio, del no hacer nada. Si le das la espalda, crece. Si lo miras de frente, se disuelve.
Enfrentarte a tus miedos no es solo una prueba de valor, es una forma de conocerte. Es decirte frente al espejo: “Tengo miedo, pero aquí estoy”. Es admitir que no eres invencible, pero que tampoco necesitas serlo. Porque el coraje no es andar por la vida sin miedo, es aprender a llevarlo de la mano sin que te detenga.
Así que sí, vas a temblar. Vas a sentir que el miedo te aprieta el cuello y te ahoga. Pero ahí, en medio del pánico, hay algo más grande esperándote. Cada vez que decides no huir, te conviertes un poco más en lo que realmente eres. Porque el miedo que ayer te paralizaba es solo el umbral de la libertad.