¿Eres una buena persona?
Por: Carla Huidobro
La pregunta cae como un trueno en medio de la calma. Es sencilla y brutal. Seguramente, al escucharla, tu respuesta sea un «sí» que resuena sin titubeos. ¿Y cómo no? Es fácil proclamarse bueno cuando nadie exige pruebas. Pero, ¿no es curioso? Todos creen ser buenos, todos. ¿Entonces por qué el mundo se desmorona?
Es una pregunta que se queda flotando, como un espectro que no encuentra descanso. Quizás la bondad sea un espejismo, una mentira que nos contamos para dormir tranquilos. Porque si todos somos tan buenos, ¿de dónde viene el hambre, la guerra, la indiferencia? ¿De qué abismos emergen esas manos que golpean, esas voces que hieren, esos silencios que matan?
La bondad, querida amiga, querido amigo, no se mide en palabras ni en gestos vacíos. Es un fuego que consume, que exige quemarte las entrañas en el intento de ser algo más que un reflejo egoísta. Pero, ¿quién está dispuesto a enfrentarse al espejo y aceptar que podría ser mejor? Nadie quiere admitir que, quizás, no es tan bueno como cree. Que tal vez, en el fondo, también lleva el germen de lo que critica.
¿Te has detenido alguna vez a mirar tus actos con los ojos desnudos, sin excusas ni adornos? ¿Cuántas veces has llamado «necesidad» a lo que era pura conveniencia? ¿Cuántas veces has ignorado un problema porque no era tuyo? La verdad duele, como una espina que se clava en la carne, pero es necesaria. Porque sólo cuando aceptamos nuestra complicidad podemos empezar a cambiar.
No todos podemos escondernos tras el síndrome del impostor. Algunos simplemente no se cuestionan. Y eso también es una forma de maldad: la comodidad de no mirar más allá de nuestro ombligo. Porque ser bueno no es un título que se lleva con orgullo, es una lucha diaria, una guerra interna contra el egoísmo, contra la indiferencia, contra la inercia.
Así que, cuando alguien te pregunte si eres una buena persona, no respondas de inmediato. Piensa en tus silencios, en tus omisiones, en esas veces que pudiste hacer algo y elegiste no hacerlo. Piensa en los otros, en los que están al margen de tu mundo. Y pregúntate si, de verdad, puedes mirarles a los ojos y decirles: «Lo intenté».
Porque ser bueno no es fácil. Es una herida abierta, una deuda que nunca se paga del todo. Pero es lo único que vale la pena intentar.