El Show del Ego: Maestros que Olvidaron Enseñar

Por: Carla Huidobro

Ser maestro es más que impartir conocimiento, más que llenar pupitres de alumnos callados y aulas de aplausos vacíos. Ser maestro es un acto de amor feroz, de entrega sin condiciones. Pero hay quienes han olvidado cómo serlo. Hay quienes confunden la educación con el ruido, con los rostros sonrientes que no cuestionan, con las palabras dulces que no raspan ni construyen. Hay quienes buscan seguidores, no mentes libres, y en esa búsqueda egoísta destruyen todo lo que la educación debería ser.

     Estos maestros han convertido el aula en un escenario y al estudiante en un espectador. Hablan de sí mismos, de lo grandiosos que son, de sus logros vacíos, como si la educación girara en torno a su persona. Se alimentan de los aplausos de estudiantes a los que han adormecido con halagos, dejando de lado el deber fundamental de formar mentes críticas y autónomas. No educan, se exhiben. No inspiran, se engrandecen. Y en ese proceso, arruinan la esencia misma de la educación.

     ¿Queremos maestros que nos acaricien el ego, que nos digan «qué bien haces esto» cuando no hemos hecho nada, que bajen la vara para que todos pasen sin esfuerzo? Queremos que nos feliciten por existir, que nos ofrezcan un café en lugar de un desafío, que nos den una calificación alta sin mérito alguno. Pero ¿sirve eso de algo? No. Sirve para llenar de mediocridad el mundo, para construir generaciones de borregos que no saben pensar por sí mismos.

     Una vez escuché una frase que quema: “Los maestros formamos maestros, no formamos seguidores”. Y no hay verdad más grande. Pero parece que en este mundo de aplausos fáciles y auditorios llenos de acarreados, lo importante no es formar mentes, sino coleccionar fans. Un maestro que busca seguidores no es un maestro: es un fraude, una sombra vacía que se alimenta de la complacencia y del ego.

     ¿Qué hacemos con estos falsos maestros? Aquellos que llenan aulas con palabras bonitas y promesas vacías, pero que no enseñan nada. Aquellos que prefieren el aplauso al desafío, la comodidad a la excelencia. Son los culpables de una educación que se desmorona, ladrillo a ladrillo, hasta que solo queda un cascarón sin alma. Porque no se enseña para ser querido, se enseña para ser necesario. Para dejar una herida en el alma que despierte, que duela, que haga crecer.

       ¿Queremos borreguitos que nos sigan aplaudiendo en cada evento? ¿Queremos llenar auditorios de estudiantes acarreados que sonríen por compromiso? ¿O queremos gente que merezca estar allí, que haya luchado por entender, por desafiar, por ser mejor? La respuesta parece obvia, pero no lo es para muchos. Es más fácil dar palmaditas en la espalda que exigir esfuerzo. Más cómodo ser simpático que ser honesto. Pero eso tiene un costo: una generación perdida, un futuro sin esperanza.

     El verdadero maestro no teme incomodar, no teme ser odiado por un tiempo. Porque sabe que el amor y el respeto reales no nacen del aplauso, sino del esfuerzo compartido. Un maestro que busca ser popular traiciona su vocación, traiciona a sus estudiantes y traiciona al mundo. Porque no se trata de llenar auditorios, sino de llenar almas. No se trata de formar seguidores, sino de formar líderes. No se trata de dar respuestas, sino de enseñar a hacer preguntas.

     Los maestros que solo buscan fans son una plaga para la educación, una enfermedad que debemos erradicar. Son como las flores de plastilina: brillantes y llamativas, pero incapaces de dar fruto. Alimentan sus egos con halagos vacíos y abandonan a sus estudiantes a un destino mediocre. ¿Cómo enfrentarlos? Con honestidad brutal, con una exigencia feroz, con un compromiso inquebrantable de devolverle a la educación su dignidad perdida.

     ¿Queremos profesionales de calidad o queremos seguidores que nos llenen de elogios huecos? Esta es una pregunta que cada maestro debe hacerse, una y otra vez, hasta que duela. Porque el dolor es parte del crecimiento, y la educación no puede ser una excepción. Es hora de recuperar lo que significa ser maestro: ser un faro en la tormenta, no una sombra que se arrastra. Ser fuego, no cenizas. Ser un constructor de líderes, no un coleccionista de seguidores.

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