Mi relato: identidad, frontera y la búsqueda de mí

Por: Nashla Camila Pozos Perales

Responder a la pregunta ¿Quién soy? parece sencillo. A veces basta con un par de etiquetas: mujer, universitaria, mexicana, tamaulipeca. Y sin embargo, cada vez que intento responderla, la pregunta se abre como una espiral infinita. Porque lo que somos no es estático: somos capas de historia, de familia, de acentos, de contradicciones.

Soy del norte, y ser del norte es ser muchas cosas a la vez. Es crecer en una ciudad fronteriza donde lo mexicano y lo estadounidense se mezclan cada día. Es conocer familias divididas por el muro, o historias de quienes han intentado cruzar para perseguir ese sueño que tantas veces escuchamos llamado el sueño americano.

Desde pequeña he visto las dos caras de esta realidad. Por un lado, gente que lucha día a día con carencias básicas, para quienes el dinero no es un lujo sino la posibilidad de tener comida en la mesa. Por otro lado, quienes —como yo— hemos contado con el privilegio de tener un hogar seguro, una madre que todo lo da, y la tranquilidad de estudiar sin pensar en si habrá suficiente para llegar a fin de mes.

Pienso a menudo en qué me pertenece. No son solo las cosas que puedo tocar o acumular. Me pertenece el amor de mi madre, los valores que me enseñó con el ejemplo: empatía, humildad, generosidad. Me pertenece mi historia: la niña que creció en una casa donde se trabajaba duro, que aprendió que hay que ganarse las cosas con esfuerzo, pero que también entendió que el éxito sin empatía no vale nada.

Cada vez que me pregunto ¿quién soy?, la respuesta cambia un poco. Hace algunos años me habría definido de forma distinta. Hoy sé que soy una persona en constante construcción. No tengo respuestas fijas. Y tal vez nunca las tenga.

Mi identidad está tejida por muchas manos: mi familia, mis amigas, mis profesores, hasta los encuentros breves con personas que dejaron una huella. Como dicen Berger y Luckmann, nuestra identidad es un proceso social, se construye en diálogo constante con el mundo. Y ese mundo, en la frontera, es un escenario donde conviven acentos, aspiraciones y contradicciones.

Ser del norte es tener un acento que a veces incomoda. Es que en otros estados te digan que hablas fuerte, que suenas enojada cuando solo dices lo que piensas. Lo viví en mi propia familia: a mi hermano lo señalaron por su acento cuando vivió en Ciudad de México. Y entendí que incluso dentro de un mismo país, las diferencias culturales pueden convertirse en barreras.

También he sido parte de esas burlas. Porque a veces, sin querer, reproducimos lo que criticamos. Nos reímos de lo diferente sin pensar en lo que significa para quien lo vive. Hoy intento ser más consciente. Porque detrás de cada acento, de cada forma de hablar, hay una historia que merece respeto.

La frontera no solo atraviesa nuestro mapa: atraviesa nuestra vida cotidiana. Ir de compras a McAllen, mezclar hamburguesas con tortillas hechas a mano, escuchar música en inglés mientras en casa se valora el español. Es crecer entre dos mundos que conviven, a veces en armonía, a veces en tensión.

Y sí, también vivimos atrapados en el brillo de lo que viene del otro lado. Queremos las marcas, los productos, los autos americanos. Como si allá estuviera la vida ideal. Es un aprendizaje lento entender que la felicidad no se compra, que el valor de lo propio no debería medirse en dólares.

El reto es encontrar un equilibrio: valorar lo nuestro sin cerrar los ojos al mundo. Ser norteña es aprender a resistir la seducción del consumo, a conservar la raíz mientras nos abrimos a lo nuevo.

Pero en esta búsqueda de identidad, no puedo dejar de hablar de las redes sociales. Son como espejos distorsionados. Nos muestran vidas perfectas que nos hacen dudar de la nuestra. He caído en esa trampa. Me he comparado, he sentido que no soy suficiente. Que debería tener más, ser más, mostrar más.

Y sin embargo, cuando me alejo de la pantalla, me doy cuenta de que la paz no está en los likes ni en las fotos editadas. Está en saber quién soy cuando nadie me mira. En valorar lo esencial: un hogar, una familia, la posibilidad de estudiar, de ser yo misma.

La ansiedad por el futuro me acompaña a menudo. Me pregunto si lograré lo que sueño, si seré suficiente. A veces los pensamientos me abruman. Pero también he aprendido que sentir miedo no me hace débil. Que es parte del camino. Y que hablar de ello —aunque a veces cueste— es necesario para crecer.

Entrar a la universidad fue otro espejo. Tenía prejuicios, temía no encajar. Pero he aprendido que cada persona vive su propio proceso. No se trata de compararse ni de competir. Se trata de construir una forma de ser con autenticidad, sin olvidar los valores que nos sostienen.

Hoy sé que lo que me pertenece no es lo que acumulo. Me pertenece la historia que llevo, los esfuerzos de mi madre, la memoria de mi ciudad, mi acento, mis dudas, mis aprendizajes. Me pertenece la posibilidad de cambiar, de seguir buscándome.

Soy muchas cosas a la vez: soy hija, novia, amiga, estudiante, mujer. Soy mis miedos, mis logros, mis errores, mis deseos. Y aunque no tenga una respuesta definitiva a quién soy, he entendido que la búsqueda en sí misma es valiosa.

Ser del norte, ser de la frontera, ser mexicana, ser joven en tiempos de incertidumbre: todo eso me atraviesa. Y sé que seguiré cambiando. Porque la identidad no es una meta, es un proceso. Y en esa búsqueda, quiero seguir aprendiendo a ser cada vez más yo.

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Quién soy y qué me pertenece