Quién soy y qué me pertenece
Por: Marifer Martínez Blanco
Hace mucho tiempo, en una habitación cualquiera, una niña de seis años jugaba con sus muñecas en el suelo. De repente, los gritos rompieron la rutina. Venían desde la habitación de sus padres. La niña soltó los juguetes, corrió hacia su cama y, temblando, se escondió bajo las sábanas. Cerró los ojos con fuerza, como si eso bastara para detener el estruendo.
Aquella escena, que se repetiría una y otra vez, moldeó más que sus recuerdos: sembró silencios. A medida que crecía, la niña se convirtió en una joven reservada, incapaz de expresar con naturalidad lo que sentía. Eligió la soledad como refugio frente a un mundo que se sentía inestable y poco seguro.
Hoy entiendo que lo que vivimos en la infancia nos marca mucho más de lo que solemos admitir. La familia no es sólo el lugar donde aprendemos a hablar o a comer: es el primer espejo en el que aprendemos a vernos. Es donde se forjan nuestra autoestima, nuestra resiliencia y, en gran parte, la percepción que tenemos del mundo.
Comprender esta influencia es esencial para entender cómo llegamos a ser quienes somos, y qué de eso podemos transformar.
He pensado mucho en la autoestima. Solemos creer que es simplemente la valoración que tenemos de nosotros mismos, pero es mucho más complejo. Es una construcción social que se moldea a partir de nuestras experiencias de aceptación, de rechazo, de éxito y de fracaso. No nacemos con ella: la vamos formando a medida que interactuamos con quienes nos rodean.
William James lo dijo de manera sencilla: la autoestima se construye a partir de la relación entre lo que aspiramos a ser y lo que realmente logramos. No se trata de tener una visión inflada de uno mismo, sino de encontrar un equilibrio entre nuestras expectativas y nuestra realidad.
Maslow, por su parte, nos recuerda que la autoestima tiene dos pilares: el respeto que recibimos de los demás, y el que logramos construir hacia nosotros mismos. Si en el hogar cultivamos relaciones de apoyo, reconocimiento y amor, estaremos sembrando los cimientos para que esa autoestima sea sana. Pero si lo que recibimos son críticas constantes y falta de afecto, la visión que desarrollamos de nosotros mismos puede quedar profundamente dañada.
Pienso también en la resiliencia. A veces la confundimos con la capacidad de aguantar todo sin romperse. Pero no es eso. La resiliencia es la posibilidad de crecer a partir del dolor, de encontrar sentido incluso en lo que nos hiere. No se trata de negar el sufrimiento, sino de darle un lugar.
Norman Garmezy hablaba de factores protectores, aquellos elementos —personas, experiencias, contextos— que ayudan a los niños a sobreponerse a entornos adversos. Y Ann Masten nos recuerda que la resiliencia no es algo extraordinario: es una capacidad que todos podemos desarrollar si crecemos en ambientes que nos brindan apoyo y seguridad emocional.
Por eso me parece tan importante reflexionar sobre cómo el entorno familiar moldea todo esto. Lo que vivimos en casa en nuestros primeros años se convierte en la base sobre la cual construimos nuestra identidad y nuestra forma de enfrentar el mundo.
Conozco bien el peso que puede tener el silencio. Recuerdo haber crecido evitando conversaciones incómodas, interiorizando que expresar mis emociones podía ser peligroso o poco deseable. Sin embargo, también aprendí, poco a poco, a crear mis propios mecanismos de resiliencia. Aprendí a leer el ambiente, a enfocar la mirada en lo positivo, a valorar los pequeños gestos de afecto que lograban atravesar el ruido.
La resiliencia, entendí, no es fingir que el dolor no existe. Es poder decir: esto me dolió, pero no me define.
El entorno familiar no es el único factor que moldea nuestra identidad, pero sí es el primero y más determinante. Los comportamientos que observamos en casa se internalizan: se convierten en guías, en patrones que muchas veces repetimos sin darnos cuenta.
A veces creemos que somos lo que elegimos ser. Pero gran parte de nuestras elecciones están condicionadas por lo que aprendimos en la infancia. Y cuando no cuestionamos esas bases, podemos perpetuar patrones que nos limitan o que incluso nos dañan.
No podemos hablar de desarrollo emocional sin considerar también el contexto socioeconómico. Los niños que crecen en entornos de carencia material suelen enfrentar mayores desafíos para construir una autoestima sana y desarrollar resiliencia. La falta de recursos no es solo una cuestión económica: es también emocional. La pobreza condiciona el tiempo, la presencia, el afecto que los adultos pueden ofrecer.
Estudios recientes demuestran que la desigualdad también se traduce en desigualdad emocional. Los niños de familias con menos recursos tienden a tener una autoestima más baja y menos oportunidades para desarrollar habilidades de afrontamiento. Por eso, cualquier intervención que busque fortalecer la resiliencia debe contemplar también los factores estructurales.
¿Qué podemos hacer? Lo primero es estar presentes. No hablo de cantidad de tiempo, sino de calidad de presencia. A veces creemos que estar físicamente en casa basta, pero no es así. Los niños necesitan sentir que son escuchados, que sus emociones son válidas, que sus padres son un lugar seguro.
Hablarles con respeto, no minimizar sus emociones, no subestimar sus preocupaciones. Los niños también enfrentan problemas reales para su edad, y su mundo emocional merece ser tomado en serio.
Creo firmemente que si en cada hogar fomentáramos relaciones basadas en el respeto, la escucha y el afecto, estaríamos dando a las nuevas generaciones herramientas mucho más poderosas que cualquier consejo.
Si no intervenimos, perpetuamos el ciclo. Los niños que crecen en entornos emocionalmente frágiles serán adultos que quizás repitan esos mismos patrones, a menos que tengan la oportunidad de reconstruir desde otro lugar.
Hoy, cuando pienso en esa niña de seis años, siento compasión por ella. Ha pasado el tiempo. Ahora, con 25 años, la imagino en su habitación, sosteniendo una carta que nunca envió a sus padres. La lee, y entiende que ya no necesita hacerlo. Ha encontrado paz en sí misma. Su valor no está en aquellas palabras que la hirieron, ni en los silencios que la acallaron. Su valor es suyo, y no se lo debe a nadie.
Ha aprendido que la resiliencia no es la ausencia de dolor, sino la capacidad de crecer a partir de él. Y que la autoestima no es una meta que se alcanza de una vez y para siempre, sino un proceso continuo de aceptación, de autocompasión y de autenticidad.
Al final, tal vez eso sea lo que verdaderamente nos pertenece: la posibilidad de elegir quiénes queremos ser, incluso cuando el pasado nos empujó a ser otra cosa.