Cuando ser mexicano es un hashtag
Por: Aldaena Ailyn Alvarado Alvarado
¿Qué significa hoy ser mexicano, cuando nuestra identidad se mide en hashtags, likes y filtros? Cada día desfilan ante nosotros imágenes vibrantes: calaveras, tacos, papel picado, altares perfectos. Postales listas para compartirse. Pero pocas veces nos detenemos a preguntar: ¿eso nos representa? ¿O simplemente nos entretiene?
No es una pregunta menor. En tiempos de globalización y algoritmos, lo mexicano se convierte cada vez más en espectáculo. Nuestra identidad colectiva, que debería ser un espacio de memoria viva, se vacía de sentido cuando se reduce a un catálogo visual para consumo digital.
No lo digo con nostalgia ni con rechazo a lo tecnológico. Lo digo con una inquietud concreta: si dejamos que lo mexicano sea definido únicamente por lo que circula bien en redes, corremos el riesgo de perder lo que da profundidad y complejidad a nuestra historia compartida.
Como escribió Guy Debord: “todo lo que alguna vez fue vivido directamente se ha convertido en una representación.” Y en el caso mexicano, esas representaciones son cada vez más estereotipos exportables. Muchas personas conocen hoy a México no por su diversidad real, sino por las imágenes que se viralizan: mariachis, catrinas, playas. Una identidad rica y contradictoria se simplifica para convertirse en contenido.
El Día de Muertos lo ilustra a la perfección. Se ha vuelto un carnaval global de imágenes: maquillajes elaborados, altares perfectos, colores saturados. Pero rara vez se habla de su sentido espiritual, su origen indígena o las luchas de las comunidades que sostienen esa tradición. Según un estudio reciente de Xóchitl Martínez, el 78 % de los contenidos virales sobre el Día de Muertos omite cualquier referencia a su cosmovisión originaria.
Uno de los grandes mitos de las redes es que democratizan la voz. En teoría, cualquiera puede hablar. En la práctica, no todos tienen el mismo acceso a la visibilidad. Los algoritmos privilegian ciertos cuerpos, estéticas y discursos —los que generan más interacción. Así, mientras jóvenes indígenas, afromexicanos o comunidades rurales comparten sus visiones del país, pocas veces logran el alcance de los influencers urbanos. La voz del pueblo termina representada por un sector muy específico.
Recordemos el caso de Victoria’s Secret en 2012: una modelo blanca desfiló con un penacho indígena combinado con lencería. No hubo ninguna mujer indígena representada ni se mencionó el contexto histórico del penacho. Un símbolo profundo se redujo a un accesorio vacío.
Otro ejemplo: los viajeros por México que recorren comunidades indígenas para grabar videos bonitos, omitiendo problemas como el despojo de tierras o la falta de servicios. Lo mexicano se convierte en escenario, no en historia compartida.
Las redes también están alterando la manera en que nos relacionamos. En lugar de sentirnos parte de un colectivo, muchas veces nos concebimos como marcas individuales que compiten por atención. El "nosotros" cede espacio ante el "yo". Lo vimos tras el sismo de 2017: una oleada de solidaridad digital que se diluyó en cuanto las publicaciones dejaron de generar interacción. La pertenencia se activa por momentos —tragedias o fiestas— pero no se sostiene como compromiso cotidiano.
Más grave aún es el impacto en la memoria. En muchos pueblos de México, la identidad se ha transmitido de forma oral, en rituales, canciones, relatos. Pero estas memorias no siempre caben en el lenguaje rápido de las redes. Lo que no se viraliza, se olvida. Vivimos, como diría Bauman, en una modernidad líquida: todo fluye, pero poco permanece.
Frente a esta superficialidad, las memorias orales y las narrativas comunitarias son formas de resistencia. Preservan saberes e historias que no caben en el molde del algoritmo. Una identidad sin memoria es frágil, manipulable. Si no cuidamos lo que recordamos, otros definirán por nosotros lo que significa ser mexicanos.
¿Qué podemos hacer? Tal vez el primer paso sea dejar de pensar la identidad como imagen y empezar a concebirla como relación. En vez de reducir lo mexicano a lo que luce bien en pantalla, reconstruir lo común desde la escucha, desde los encuentros reales, desde lo no viral.
Esto implica promover narrativas complejas, abrir espacio a voces históricamente silenciadas: lenguas indígenas, mujeres rurales, juventudes organizadas, migrantes. No para diversificar un catálogo, sino para construir una identidad colectiva más justa y representativa.
Ser mexicano no debería ser una postal que se publica, sino una historia que construimos juntos, cada día.
Estamos frente a un dilema cultural profundo: o habitamos críticamente este presente digital, o aceptamos que nuestra identidad se convierta en humo de algoritmo. Recuperar lo común como valor, como vínculo, como memoria, no es nostalgia. Es una apuesta ética. Porque una identidad viva no se decreta ni se diseña: se cultiva.
Y si no la cuidamos, quizá un día descubramos que solo nos quedan sus recuerdos.