Lo que no duele, se cuenta fácil
Por: Aldaena Ailyn Alvarado Alvarado
Soy estudiante universitaria. También soy parte de San Fernando, Tamaulipas. Nací y crecí en un territorio donde el silencio ha sido, muchas veces, la forma más segura de permanecer. Desde pequeña he escuchado historias que se dicen con pausa, con miradas que evitan la tuya, con palabras que se suspenden en el aire antes de completarse.
Este lugar, mi hogar, ha sido contado desde afuera en narrativas que no nos reconocen. A menudo nos descubro retratados en imágenes que simplifican nuestra complejidad o que nos reducen a escenarios de ficción. Hay quienes convierten en entretenimiento lo que aquí ha significado pérdida, duelo y resistencia cotidiana. Para quienes hemos tenido que partir, para quienes vivimos con los espacios vacíos de quienes no regresaron, esas representaciones no son arte: son despojo.
Hubo años en que las calles se vaciaron de pronto, en que las casas quedaron cerradas y las despedidas se dieron sin palabras. Muchos se fueron sin decir adiós, otros aún esperan respuestas que nunca llegaron. Aunque el tiempo pase y las noticias se desvanezcan, la memoria persiste. Está en los altares improvisados, en los gestos pequeños, en los silencios que aprendimos a leer.
No todo lo que nos atraviesa debe volverse espectáculo. Hay historias que duelen demasiado como para ser contadas con luces y montaje. No todo se puede ni se debe volver escena. Lo que algunos llaman “errores de representación” son, en realidad, heridas abiertas.
No pedimos que nos miren. Pedimos respeto. No queremos más versiones de nosotros escritas desde el desconocimiento o el interés comercial. Queremos una sola: la que se dice con la voz entera y la mirada sincera.
Si alguien decide contar, que lo haga con cuidado. Aquí cada palabra pesa. Aquí no hay espacio para la ligereza. El arte no siempre repara; a veces borra, a veces sustituye.
Y a quien decida narrar este lugar, que lo sepa: no somos argumento. Somos lo que queda. Somos lo que aún respira.