La enseñanza post-pandemia: entre la transformación necesaria y la parálisis del sistema
Por: Carla Huidobro
La pandemia de COVID-19 ha sido uno de los mayores puntos de inflexión en la historia reciente de la educación. Si bien las aulas reabrieron y los estudiantes regresaron, lo que ocurre dentro de ellas no es ni remotamente parecido a lo que era antes. La pregunta que no se ha querido enfrentar con seriedad es si estamos dispuestos a aceptar que el sistema educativo, tal como lo conocíamos, ya no es funcional. En lugar de avanzar hacia una transformación profunda, parece que el sistema se esfuerza por restaurar un pasado que ya no responde a la realidad.
Hablar de educación post-pandemia es hablar de un quiebre que no solo es pedagógico, sino también estructural, cultural y social. Los estudiantes de hoy no son los mismos que en 2019. Lo que vivieron durante el confinamiento —una desconexión prolongada, una transición abrupta al aprendizaje digital y el deterioro de habilidades socioemocionales— los marcó de manera irreversible. Las brechas de aprendizaje no son solo académicas; son también emocionales, tecnológicas y, en muchos casos, existenciales. Y, sin embargo, el sistema educativo insiste en tratarlos como si nada hubiera cambiado, como si su capacidad para adaptarse a una «normalidad» restaurada fuera automática e inevitable.
Por otro lado, los docentes, quienes son el corazón del sistema educativo, enfrentan una presión sin precedentes. Se les exige no solo que remedien las carencias académicas, sino que asuman roles de apoyo emocional, psicólogos de emergencia y expertos en tecnología, sin la capacitación ni los recursos adecuados. Los discursos institucionales llenos de palabras como «resiliencia», «innovación» y «adaptabilidad» a menudo ignoran que la enseñanza post-pandemia opera en condiciones de precariedad e incertidumbre, donde el esfuerzo individual de los maestros compensa la falta de un verdadero apoyo sistémico.
El problema más grave, sin embargo, radica en la desconexión entre quienes diseñan las políticas educativas y quienes viven la realidad de las aulas. Desde la distancia de sus oficinas, los responsables de la toma de decisiones imponen estándares y estrategias que rara vez dialogan con las necesidades concretas de los estudiantes y docentes. ¿Cómo pueden las políticas ser relevantes si quienes las formulan no han puesto un pie en una escuela post-pandemia? Esta distancia no solo perpetúa un sistema disfuncional, sino que invisibiliza las crisis cotidianas que ocurren en las aulas.
Es imprescindible reconocer que la pandemia fue un catalizador de problemas que ya existían en el sistema educativo. Las desigualdades en el acceso a recursos tecnológicos, la rigidez de los currículos y la obsesión por resultados cuantitativos no son nuevos, pero se hicieron imposibles de ignorar durante el confinamiento. A pesar de esto, la respuesta institucional ha sido tímida, cuando no inexistente. En lugar de aprovechar esta crisis como una oportunidad para replantear los cimientos del sistema educativo, las autoridades han optado por estrategias que buscan restaurar un pasado que, incluso antes de la pandemia, ya estaba en crisis.
La verdadera pregunta no es cómo reparar lo que se rompió, sino si estamos dispuestos a construir algo nuevo. La educación post-pandemia nos obliga a cuestionar qué significa aprender, enseñar y convivir en un mundo profundamente transformado. ¿Estamos dispuestos a replantear los currículos para que respondan a las necesidades reales de los estudiantes? ¿Podemos priorizar el bienestar emocional y la formación integral sobre las métricas de evaluación estandarizadas? ¿Seremos capaces de aceptar que la educación ya no puede ser vista como un proceso homogéneo y unidireccional, sino como un espacio diverso, dinámico y profundamente humano?
Si no enfrentamos estas preguntas, seguiremos atrapados en un sistema que niega la realidad. Hablar de educación post-pandemia no es solo hablar de los efectos del confinamiento, sino de una crisis de legitimidad del propio sistema educativo. Esta es una encrucijada histórica: o transformamos la educación para que sea relevante en un mundo cambiante, o nos resignamos a que siga siendo un espejo roto de lo que alguna vez fue. La enseñanza post-pandemia no es un regreso al pasado; es una invitación a imaginar el futuro. Ignorar esta oportunidad sería uno de los mayores fracasos de nuestra generación.