El precio de ser diferente: una reflexión crítica tras ver Wicked
Por: Carla Huidobro
Ayer fui a ver Wicked, y lloré. Lloré mucho. No fue un llanto decorativo ni un par de lágrimas en la mejilla; fue un llanto profundo, de esos que salen del alma y dejan el corazón un poco desgarrado. Porque lo que vi en esa obra no es una historia de fantasía; es un espejo brutal de algo que vivimos todos los días. Un espejo que refleja con dolorosa claridad cómo los chismes, las etiquetas y las narrativas impuestas son armas que definen la manera en que los demás nos tratan, aunque no tengan ni un ápice de verdad.
El caso de Elfaba, la “bruja malvada”, es desgarrador porque es universal. Es el retrato de la otredad, de quienes no encajamos en los moldes, de quienes, por ser distintos, por pensar diferente, por existir fuera de las normas, somos automáticamente condenados. Y sí, me identifico con eso. Porque sé lo que es ser “rara”, sé lo que es habitar un espacio donde la mirada ajena pesa más que tu propia existencia, y sé lo que es ser juzgada, no por lo que eres, sino por lo que otros han dicho de ti.
Lo más hiriente de esta dinámica es que esas narrativas, esas palabras dichas en pasillos, en reuniones o en las sombras de una conversación, no reflejan a la persona en cuestión. Reflejan únicamente a quienes las pronuncian. Pero, aun así, logran manipular la percepción de los demás, logran infectar la manera en que se decide tratarte, sin que esas personas hayan tenido siquiera la decencia de conocerte realmente. Y eso duele. Duele porque nos recuerda que vivimos en un mundo donde la verdad no importa tanto como el relato que alguien logra imponer.
Wicked lo pone todo sobre la mesa. Elfaba no es una mala persona. Es, en muchos sentidos, la más coherente de todas. Pero el sistema —porque sí, esto es un sistema— la convierte en villana porque es incómoda, porque su existencia reta las reglas del juego. Y, al mismo tiempo, personajes como Glinda, “la buena”, revelan la peor cara de lo humano: la hipocresía disfrazada de virtud, la ambición oculta tras una sonrisa. Y ni hablar del Mago de Oz o de la directora, quienes manipulan la narrativa para proteger sus propios intereses políticos, sin importar a quién destruyan en el proceso.
Lo más aterrador es que esto no se queda en las páginas de un guion ni en las butacas del cine. Esta dinámica ocurre todos los días. En las oficinas, en las escuelas, en las redes sociales. Ocurre cuando alguien elige tratarte de cierta forma basándose en lo que escuchó, no en lo que vivió contigo. Ocurre cuando los chismes se convierten en verdades incuestionables y cuando las personas deciden, sin más, que tu humanidad puede ser juzgada y castigada con base en rumores.
Wicked no es solo una historia; es un recordatorio feroz de lo que somos capaces de hacer como sociedad cuando decidimos olvidar que detrás de cada narrativa hay una persona real. Es una advertencia de que la otredad, esa diferencia que tanto tememos, no es el problema. El problema somos nosotros, quienes preferimos destruir lo que no entendemos antes que aprender a convivir con ello.
Así que salí del cine con el alma apretada y una tristeza que no puedo ignorar. Porque lo que le hicieron a Elfaba no es ficción: es el pan de cada día. Y, mientras sigamos eligiendo creer en narrativas sin fundamento, mientras sigamos construyendo relaciones y juicios basados en el eco de las palabras de otros, seguimos siendo cómplices de lo que le pasa a todas las Elfabas del mundo. Y eso, francamente, es inaceptable.