Por: Carla Huidobro

      En nuestra obsesión por evitar conflictos, hemos aprendido a llamar «paz» a algo que no lo es. Hemos confundido el silencio con serenidad, la sumisión con armonía, el sacrificio con nobleza. Nos han enseñado que mantener la paz significa guardar nuestras palabras, ceder nuestros límites y cargar con pesos que no son nuestros. Pero esa paz no nos salva; nos apaga. Es una paz hueca, una que nos exige arrancar trozos de nuestra esencia para encajar en un molde que no nos pertenece.

      La verdadera paz no es ausencia de ruido, sino plenitud de verdad. No es un terreno limpio y ordenado, sino un espacio lleno de grietas, cicatrices y raíces profundas. Elegir esa paz no es fácil; de hecho, puede ser devastador. Porque para alcanzarla debemos despojarnos de la falsa seguridad que nos da agradar a los demás, soltando la necesidad de ser entendidos o aprobados. Es un acto de rebelión contra todo lo que nos enseñaron sobre cómo deberíamos ser.

      Silenciar nuestra voz para evitar tensiones puede parecer un acto de bondad, pero en el fondo es un pacto con el vacío. Cada palabra no dicha, cada límite ignorado, cada verdad sofocada se convierte en un peso que llevamos en el pecho. Y ese peso no se queda inmóvil; crece. Nos encorva, nos aleja de nosotros mismos, hasta que un día nos miramos en el espejo y no reconocemos a quien nos devuelve la mirada.

      ¿Y para qué? ¿Para mantener la calma en un mundo que no deja espacio para nuestra plenitud? ¿Para preservar relaciones que solo funcionan si nos hacemos pequeños? La paz que cuesta nuestra esencia nunca vale la pena.

      La auténtica paz, esa que nos libera, exige valentía. Requiere que enfrentemos lo que evitamos por miedo: conversaciones difíciles, miradas de desaprobación, las reacciones de quienes se benefician de nuestro silencio. Es una paz que no se construye en el terreno de lo fácil, sino en el de lo real.

      La verdadera paz no es una tregua con los demás; es un acuerdo con nosotros mismos. Es decir: «Aquí estoy, completo, con mis luces y sombras, con mis necesidades y mis límites. No voy a negarme para hacerte sentir cómodo. No voy a cargar lo que no es mío. Mi verdad es tan importante como la tuya, y merezco ocupar mi espacio en el mundo sin disculpas.»

      Sí, habrá quienes se alejen. Habrá momentos de soledad, de dudas, de miedo. Pero en ese espacio de autenticidad, florece algo que ninguna falsa paz puede darnos: libertad. Libertad para respirar profundamente, para existir plenamente, para reclamar nuestra vida como nuestra.

      Entonces, pregúntate: ¿cuántas veces has callado por mantener la calma? ¿Cuántas veces has confundido el peso del sacrificio con la nobleza de la paz? Y, sobre todo, ¿cuántas veces te has perdido a ti mismo en el proceso?

      Elegir la paz verdadera no es sencillo, pero es el único camino hacia una vida que se siente realmente nuestra. Que nuestra búsqueda no sea la ausencia de conflicto, sino la presencia total de lo que somos. Y que nunca más aceptemos una paz que nos pida menos de lo que merecemos: todo.

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