El eco de una presencia olvidada
Por: Carla Huidobro
Nadie recuerda realmente cómo se veía. Es como si su imagen se hubiera desdibujado con el tiempo, desvaneciéndose en un recuerdo borroso que ya no pertenece a nadie. Pero no es solo su apariencia lo que se ha perdido; es la sensación de que estuvo ahí, de que existió de verdad. Su presencia parece un sueño, algo que alguna vez ocurrió pero que ahora se siente irreal, como un susurro atrapado en un rincón de la memoria que nadie se atreve a explorar.
Y, sin embargo, yo no creo que haya desaparecido. No del todo. En mi mente, sigue ahí, como si el tiempo no hubiese avanzado para ella. Atascada. Atrapada. No entre paredes físicas, sino entre ellos, en sus historias, en su dolor, en las palabras que nunca se dijeron y en los silencios que pesaron más que cualquier grito.
Es extraño cómo algunos se pierden sin irse realmente. Se quedan en los márgenes, en los ecos, en las grietas invisibles de quienes los rodearon. Siguen existiendo, no como personas completas, sino como fragmentos, como rastros de algo que fue y que nunca terminó de ser.
Tal vez no la olvidaron del todo, pero tampoco la recuerdan completamente. Es más fácil así. Más fácil no enfrentarse a la idea de que, aunque su rostro se haya borrado, su ausencia sigue marcándolos. Porque, en el fondo, sigue ahí, atrapada no solo con ellos, sino en ellos. En lo que no pudieron darle, en lo que no supieron escuchar, en lo que dejaron caer mientras ella se desvanecía.
Y ahí está la paradoja: su existencia parece un sueño, pero el peso de su ausencia es tan real que duele. Como si recordarla por completo fuera abrir una herida que nunca cerró del todo. Entonces, eligen olvidar su rostro, su voz, la forma en que llenaba el espacio. Pero no pueden olvidarla a ella, porque su sombra sigue ahí, aferrada a ellos, recordándoles todo lo que no pudieron ser para quien una vez estuvo entre ellos y nunca pudo escapar.