Por: Carla Huidobro

    Imaginemos un mundo donde ser uno mismo no sea un acto de valentía, ni un desafío constante. Un lugar donde simplemente existir no implique luchar, explicar o justificar nuestra manera de ser. Para quienes crecimos sintiendo que nuestra identidad era algo que debíamos ocultar, moldear o defender, este escenario parece un sueño utópico, una fantasía casi inalcanzable. Sin embargo, la realidad nos muestra un camino muy distinto, lleno de retos y paradojas, que termina por fortalecernos.

    Desde muy temprano, muchos de nosotros sentimos que algo “andaba mal” con nuestra forma de expresarnos, de hablar, de caminar, de ser, de habitar. Antes de entender siquiera el peso de las etiquetas, ya cargábamos con la incomodidad de sentirnos fuera de lugar, de no encajar. Mientras otros transitaban la vida con la tranquilidad de la conformidad, para algunos de nosotros, el simple hecho de ser se transformó en una serie interminable de cuestionamientos, en momentos donde deseábamos ser alguien más.

    Nos han dicho, muchas veces y de múltiples maneras, que «ser uno mismo es una elección.» Y aquí surge la pregunta: ¿por qué alguien elegiría un camino que implica constantemente luchar por derechos que otros reciben sin esfuerzo? Elegir enfrentarse a miradas, comentarios, y a una sociedad que aún, en pleno siglo XXI, se siente incómoda ante quienes se niegan a ajustarse a lo que se considera «normal.» La verdad es que ser neurodivergente no es una elección. La elección radica en el acto de aceptarnos a nosotros mismos, en encontrar orgullo y amor en quienes somos, aun cuando el mundo nos dice lo contrario.

    La aceptación es uno de los mayores anhelos de la humanidad, y para las personas neurodivergentes, este anhelo a menudo implica más que una simple necesidad de pertenencia. Nos hace cuestionar si el amor y el apoyo realmente están ahí o si vienen condicionados, reservados solo para quienes cumplen con expectativas ajenas. Crecemos preguntándonos si alguna vez dejaremos de sentir la necesidad de ganarnos el derecho de ser nosotros mismos. Sin embargo, en ese mismo recorrido también descubrimos una comunidad diversa, rica en experiencias, llena de comprensión y empatía. Encontramos un espacio donde ser diferente no significa estar equivocado.

    Para muchos, ese camino hacia la autoaceptación es uno de los mayores logros de la vida, pues nos permite ver más allá de los márgenes en los que otros han tratado de encajarnos. Nos enseña a cuestionar los sistemas que limitan, a desafiar las normas que intentan imponerse. Y, de manera casi inevitable, este trayecto nos regala una comprensión única de lo que significa ser humano. Nos recuerda que, aunque durante años anhelamos ser «normales,» hay un inmenso valor en ser diferentes. Porque, al final, ser neurodivergente no es una tragedia, pero tampoco es una bendición disfrazada de lucha.

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