El peso invisible de la hija que siempre dio todo

Por: Carla Huidobro

    Hay un tipo de silencio que pesa más que cualquier grito. Es el silencio de quien aprendió demasiado pronto que su valor dependía de cuánto podía dar a los demás. La hija que cargó con lo que no le correspondía vive atrapada en un ciclo interminable de sacrificio, entregándose a un mundo que siempre le pide más. Su interior es un territorio árido, donde sus propias necesidades han sido olvidadas, enterradas bajo la urgencia de sostener a otros.

    Ella mide su valor por su utilidad. Su cuerpo no descansa; su sistema nervioso está atrapado en un vaivén interminable entre la alerta constante y el colapso total. Vive desconectada de sí misma, de sus deseos, de esa intuición que alguna vez pudo haberle dicho qué necesitaba. Ha sido entrenada para ignorarse, para postergarse, para dejar de ser.

    Y aun así, dentro de ella existe un anhelo tan profundo como desgarrador. Quiere ser vista, pero no sabe cómo mostrarse. Anhela ser cuidada, pero no sabe pedirlo. Cuando llega la validación, la rechaza; no porque no la quiera, sino porque no sabe cómo recibirla. Lleva consigo un nudo de culpas y miedos que la mantienen encadenada, y en medio de todo, una soledad que nunca confiesa, porque ella siempre fue quien resolvía, quien soportaba, quien salvaba.

    En sus relaciones, da más de lo que tiene. Cree que el amor se gana, que hay que demostrar merecimiento a través de sacrificios silenciosos. Pero el amor que recibe nunca es suficiente, porque viene con condiciones, porque la deja vacía. Se pregunta por qué, después de tanto, sigue sintiéndose tan sola. La respuesta no es simple, pero está ahí: nadie puede llenar un vacío que ni siquiera ella ha aprendido a reconocer.

    Su cuerpo habla el idioma de la fatiga. Hay días en los que la mente se le nubla, los pensamientos se le escapan, y todo parece demasiado. El agotamiento crónico, la procrastinación, la desconexión. No es pereza, es el peso invisible de años sosteniendo lo que nunca debió cargar.

    Pero hay esperanza, aunque al principio parezca pequeña, tenue, como una chispa en medio de la noche. La sanación comienza cuando decide, por primera vez, elegir algo por sí misma. Cuando se permite descansar, no solo físicamente, sino emocionalmente, sin justificarse, sin pedir permiso. Cuando descubre que tiene derecho a decir «no», a poner límites, a existir más allá de lo que hace por otros.

    Es un camino lento, lleno de dudas y tropiezos, porque deshacer los patrones de toda una vida nunca es fácil. Pero cada pequeño acto de amor propio es un acto de rebelión. Es un recordatorio de que su existencia tiene valor, no por lo que entrega, sino por lo que es. Es la construcción de una identidad que no gira en torno al sacrificio, sino a la plenitud de simplemente ser.

    Y aunque ese peso la ha marcado, no la define. Ella no nació para cargarlo todo; nació para vivir. Y en esa verdad, dolorosa pero liberadora, está la llave para empezar de nuevo. Porque siempre hay tiempo para elegir, para soltar, para reclamar el derecho de ser cuidada, amada y, sobre todo, libre.

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