La trampa de la empatía sin límites
Por: Carla Huidobro
Ser personas profundamente sensibles y empáticas a veces se siente como una virtud, un regalo que nos permite conectar con los demás de una manera única. Pero también tiene su lado oscuro: nos convertimos en refugios para personas que no lo merecen, para quienes, en lugar de cuidar ese espacio que les damos, lo violentan. Y lo peor es que muchas veces permitimos que esto pase porque confundimos la empatía con la obligación de cargar con lo que no nos corresponde.
He escuchado en algún lugar —no recuerdo dónde— que la empatía sin límites puede llegar a ser nuestra propia destrucción. Lo entiendo, porque cuando intentas comprender el daño que alguien ha recibido, es fácil perderte justificando el daño que ellos te hacen a ti. Es un ciclo peligroso, donde el intento de ser humano, de ser comprensivo, termina aplastando todo lo que tú mismo necesitas para estar bien.
La empatía no puede significar abandonar nuestra paz para sostener las heridas de los demás. Ponerse en el lugar de alguien más no debería implicar dejar de lado lo que sentimos, lo que vivimos. Porque, aunque entendamos las razones detrás de sus actos, aunque veamos claramente de dónde viene su dolor, eso no anula lo que nos hicieron. No lo justifica.
Ojalá alguien me hubiera dicho que sacrificar mis límites por «ser empática» no era un acto de bondad, sino de autodescuidado. Que querer ser refugio para los demás no vale la pena si termina dejándote sin espacio para ti misma. Porque, al final, nadie debería ser hogar para las tormentas de alguien más si esas tormentas no hacen más que arrasar con todo.
Y sí, está bien intentar entender a los demás. Pero también está bien decir «hasta aquí». Está bien proteger tu tranquilidad, tu corazón, tus límites. Porque la empatía, sin cuidado, no es nobleza; es renunciar a ti misma. Y nadie debería pedirte eso, ni siquiera en nombre de la comprensión.